Palabracadabra

domingo, 11 de mayo de 2008

La mirada perdida. Elogio del cine mudo, por Michel Houellebecq

El ser humano habla; a veces, no habla. Cuando lo amenazan se retrae, otea rápidamente el espacio con la mirada; desesperado, se repliega en sí mismo, se enrosca en torno a un centro de angustia. Feliz, su respiración se vuelve más lenta; existe en un ritmo más amplio. En la historia del mundo ha habido dos artes (la pintura, la escultura) que han intentado sintetizar la experiencia humana por medio de representaciones petrificadas; movimientos suspendidos. A veces han decidido suspender el movimiento en su punto de equilibrio, de mayor suavidad (en su punto de eternidad): todas las Vírgenes con Niño. A veces han congelado la acción en su punto de mayor tensión, de más intensa expresividad: el barroco, desde luego; pero también muchos cuadros de Friedich evocan una explosión helada. Ambas artes se han desarrollado durante varios milenios; han tenido ocasión de producir obras acabadas según su ambición más secreta: suspender el tiempo.
En la historia del mundo ha habido un arte cuyo objeto era el estudio del movimiento. Consiguió desarrollarse durante unos treinta años. Entre 1925 y 1930 produjo algunos planos en algunas películas (pienso sobretodo en Murnau, en Eisenstein, en Dreyer) que justificaban su existencia como arte; luego desapareció, se diría que para siempre jamás.

Las chovas emiten señales de alerta y de reconocimiento mutuo; se han podido identificar más de sesenta signos. Las chovas siguen siendo una excepción: en conjunto, el mundo funciona en un silencio terrible; expresa su esencia a través de la forma y el movimiento. El viento sopla entre la hierba (Eisenstein); una lágrima resbala por un rostro (Dreyer). El cine mudo veía abrirse ante él un inmenso espacio: no era sólo una investigación de los sentimientos humanos; no sólo una investigación de los movimientos del mundo; su mayor ambición era constituir una investigación de las condiciones de la percepción. La distinción entre el fondo y la figura es la base de nuestras representaciones; pero también, de modo más misterioso, nuestro espíritu busca su camino entre la figura y el movimiento, entre la forma y el proceso que la engendra; de ahí esa sensación casi hipnótica que nos invade delante de una forma inmóvil engendrada por un movimiento perpetuo, como las ondas estacionarias en la superficie de un charco.
¿Qué ha quedado de todo esto después de 1930? Algunas huellas, sobretodo en las obras de los cineastas que empezaron a trabajar en la época del cine mudo (la muerte de Kurosawa es más que la muerte de un hombre); algunos instantes en películas experimentales, en documentales científicos, incluso en series (Australia, estrenada hace unos pocos años, es un ejemplo). Es fácil reconocer esos instantes: en ellos, cualquier palabra es imposible; la música misma se vuelve un poco kitsch, pesada, vulgar. Nos convertimos en pura percepción; el mundo aparece en su inmanencia. Nos sentimos muy felices, con una felicidad extraña. Enamorarse también puede provocar esa clase de efectos.

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