Palabracadabra

sábado, 30 de agosto de 2008

viernes, 29 de agosto de 2008

Da capo




Francesc Torres en el Macba hasta el 28 de Septiembre.




viernes, 22 de agosto de 2008

El arte del azote

"Quería que me quitara las bragas yme pusiera de rodillas y rindiera culto ami culo. Me hizo girarme. Me pasó lamano por mi mata de vello púbico rubio,con sus cabellos suaves. Me metió undedo en la raja y exploró mis partes másíntimas. Yo era un río. Me dio la vuelta yme hizo inclinarme, con las manos en lasrodillas. Su mano exploraba mi culo conla misma precisión y detalle que habíavisto en su mirada. Cogió las bragas entreel pulgar y el índice y tiró de ellas con unrápido movimiento. Me las bajó hasta lasrodillas. Yo comencé a inclinarme paraquitármelas del todo. Él me detuvo.-Estás más desnuda así... -Entoncesse inclinó sobre mí y subió con sulengua desde el hueco de detrás de mirodilla hasta el pliegue de mis labios. Unapierna detrás de la otra. Ya no podía reprimirmemás. Mi mano se hundió en micaverna, comencé a masturbarme abiertamente,ansiosa (y temerosa) por lo queestaba a punto de llegar.Me pidió que me arrodillara delantesuyo, con la boca a la altura de su sexo. Yoquería que me follara, pero le hice caso.Se debe aprender a esperar... Mepalpó el trasero una vez más, pellizcándomey acariciándome. El primer cachetellegó como una emboscada, desde unlado, con un movimiento hacia atrás de lamano. Me sorprendió tanto que me dolióy di un salto. Le siguió otro cachete queme impactó en la parte baja de la espalda.Entonces fue dándome series de bofetones,alternando una nalga y otra, quehicieron que mi piel se enrojeciera comosi estuviera en llamas.Me golpeó también con el puño, provocandola aparición de cardenales. Perono protesté. Le pedí más, con una vozmás sensual de lo normal, una voz quesalía de mi vientre, que oía por primeravez. Me azotaba por placer, saboreandolos apenas perceptibles cachetes quecaían aquí y allí. Pero también me acariciabacon exquisita ternura, toqueteandomi culo y mi coño con la otra mano.Ya no podía soportarlo ni un momentomás. Enterré mi cara entre sus muslos.Froté mis pechos contra sus piernas. Mehizo levantarme y besó los globos queacababa de golpear, uno tras otro.-Magnífico -dijo-. Lo sabía, has nacido para esto."
Jean- Pierre Enard.

miércoles, 13 de agosto de 2008

El síndrome del edificio alto en los gatos



Abro los ojos. Despierto. En ese orden.
Todas las mañanas me levanto con Jet lag. Duermo demasiado o viajo demasiado en mis sueños. Y la mayoría de las veces me pierden la maleta.

La destreza con que un camarero prepara un café con leche contrasta con la torpeza con que yo me siento en el taburete y me lo bebo a sorbos. Solo bebo café de bar. Detesto el café casero. Eso me empuja a la calle cada mañana. Cada uno tiene sus motivos para salir a la calle. Unos tienen las ganas de vivir, otros tenemos el café. Todo vale.
Afuera llueve y yo estoy empapado. Maldita manía mía de no usar paraguas. Siempre liviano pienso yo, siempre liviano pero mojado y enfermo. La lluvia podría ser una buena excusa para no verla, para no acudir a la cita. Me quemo los labios con el café. Lo pago y vuelvo a casa.

Solíamos encontrarnos en las escaleras de la plaza de la Catedral cuando yo salía de trabajar. Hace un par de años se fue a vivir a Girona y desde entonces evito pasar por allí. Verónica ha vuelto a Barcelona hace tres días y dice tener ganas de verme. Desde entonces casi no pienso en otra cosa. La conocí hace tiempo, cuando trabajaba de camarera en un local oscuro en las entrañas de la ciudad, frecuentada por borrachos y turistas. Me invitaba a todas las copas. Es un trabajo circunstancial, solía decirme, en realidad soy fotógrafo. Un domingo quedamos para hacer unas fotos y ella venía sin dormir, directamente salida del trabajo, y el cansancio le hacía torcerse al caminar, inclinándose ligeramente hacia la izquierda. Estás torcida, le dije. Hoy Verónica es fotógrafo profesional de archivos históricos, y camina con paso firme hacia el futuro.

Ahora, friego los platos de la cena de anoche, y pienso en la tristeza y en la forma geométrica que tendría si físicamente ocupara un lugar en el espacio. Acostumbro a pensar en este tipo de estupideces cuando realizo los quehaceres domésticos. Cuando termino con los platos y comienzo a limpiar los fogones concluyo que, sin duda, la tristeza tiene forma de espiral. Con suerte puede que gire hacia fuera hasta dispersarse por completo o hasta que la distancia casi la haga desaparecer, pero la mayoría de las veces el giro se produce hacia dentro hasta clavarse en las profundidades de uno mismo.
La cocina es de pequeñas dimensiones, y barrerla es rápido y sencillo. Friego el suelo, y al escurrir el mocho en el cubo, imagino la nostalgia como objeto. Tiene forma cilíndrica. Acerco mi ojo y giran los colores en el interior del calidoscopio.


Ella se enamoró de otra persona antes de que todo se fuera al infierno. No tuvo agallas para decírmelo, aunque yo hacía semanas que lo sabía, y en realidad nunca me importó demasiado. Que no quisiera volver a verla no tuvo nada que ver con el resentimiento, sino con la autoprotección. El rencor solo es nostalgia mal entendida. Y si de algo entiendo un poco es de nostalgia.

No sé lo que me empuja a quedarme frente a la televisión todo el tiempo. De sobras sé que un buen libro o un buen disco pueden convertir un día corriente en un buen día. Sin embargo, no apago el televisor. Finalmente la llamo. Mientras suena el primer tono, me viene a la cabeza el día que la recogí a la salida del ayuntamiento, y ella venía de fotografiar unos libros del siglo XVII. Las páginas eran de cuero, me contó, y estaban llenas de polvo e infectadas de hongos, y sin embargo, todavía podían leerse perfectamente, como si la tinta se resistiera a desaparecer y caer en el olvido. Vengo de viajar en el tiempo, dijo sonriente y completamente cubierta de polvo al salir. Fuimos a mi piso e hicimos el amor, sobre la misma cama en la que ahora me tiendo y escucho el segundo tono, y el tercero, y Verónica descuelga. Aquella tarde ella tenía un centímetro de polvo sobre la piel, y al acariciarla, tenia la sensación de estar tocando un mueble viejo. Ella se echó a reír porque la nube de polvo que nos envolvía me hizo estornudar. Después del orgasmo, nos quedamos un buen rato abrazados. Ahora, Verónica y yo cruzamos media docena de frases telefónicas. Yo le pongo una excusa para no vernos, y ella promete que tendremos otra ocasión en el futuro. Claro, contesto. Colgamos. Entonces recuerdo que después de follar, mientras nos reponíamos en silencio uno al lado del otro, le dije, medio en broma, medio en serio, que no me parecía bien su trabajo, que los libros antiguos están bien como están, con su polvo, sus hongos y su soledad, y que no necesitaban ser fotografiados. Ella me dio la razón, me besó, se giró y se puso a dormir.

Tal vez hubiese preferido que Verónica me hiciese añicos, pero no, me trató bien hasta el final, me ofreció su amistad y su compañía hasta el último día, quizás movida por la culpabilidad, o tal vez me apreciara de verdad, que importa. Su adiós fue terriblemente doloroso.

Cocino un bistec mientras imagino los ojos de la vaca a la que arrancaron el pedazo de carne que se cuece en la sartén. Visualizo su mirada estúpida mientras lo mastico, me avergüenza su pasividad, la estúpida confianza en su verdugo, un hombre como yo, que le dio muerte sin que ella supiera que estaba ocurriendo. La misma mano que le daba de comer le quitó la vida. Lo digeriré con la misma parsimonia con la que el animal vivió toda su vida. Más tarde, me acostaré y habré cenado un bistec, no una vaca. Un bistec de oferta comprado en el supermercado de la esquina. Y me sentiré bien. Formo parte del estado del bienestar. ¿Y en que consiste El estado del bienestar? Básicamente en comerte un bistec sin ver jamás los ojos de la vaca muerta.

Tu tienes el síndrome del edificio alto en los gatos, me dijo Verónica la noche antes de mudarse a Girona. Según un estudio, es más probable que un gato sobreviva si cae de un piso treintaidosavo que de un séptimo. Lo cierto es que el índice de mortalidad en los gatos llega a su punto máximo alrededor de los siete pisos, y paradójicamente, disminuye a más altura. El gato, debido a la aceleración, tiende a ponerse rígido y eso disminuye la amortiguación, aumentando sobremanera la violencia del impacto. Sin embargo, una vez el gato alcanza la velocidad terminal, ya no existe ninguna fuerza neta que actúe sobre él, por lo tanto se relaja y crece su flexibilidad. Fácil: a menos altura, más daño. Tu principal problema es la ausencia de problemas, solía decirme Verónica también.

Me lleno el vaso. No quedan cubitos, pero me lo lleno igual. Beber en soledad no es tan trágico como parece. Además: hoy en día uno nunca está realmente solo. Tampoco es posible estar realmente acompañado. Digamos que nos encontramos en una especie de cruce de caminos entre la soledad indiscutible de nuestros pensamientos y el mundo de afuera, entre el idios cosmos y el koinos cosmos. Cuando uno bebe solo se siente especialmente solo, pero el terror afloja.

Me cepillo los dientes. Pongo en hora el despertador para mañana. Dejo un libro sobre la mesita de noche. El alcohol sacude mi cabeza. La bolsa de la basura apesta. Con la yema de los dedos agarro las puntas del plástico y fabrico un nudo. Con una mano sujeto la bolsa y con la otra llamo el ascensor. Bajo los tres pisos que me separan de la calle, avanzo unos pocos metros, levanto la tapa del container y tiro la basura. Me siento aliviado. Deshacerse de la basura tiene un efecto balsámico. La lanzas y te desentiendes. Pienso una vez más en el Estado del bienestar en el ascensor de subida. Es m último pensamiento del día. Me echo en la cama y al poco me quedo dormido. Sueño cosas bonitas.
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Próximamente AQUI aparecerá una versión ilustrada por Bang-Utot .

sábado, 9 de agosto de 2008

Ahí queda eso

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