Palabracadabra

jueves, 4 de octubre de 2007

Al estilo bonzo

La casa está vacía y desordenada. Hay un cuerpo sobre la cama, y sin embargo, la casa sigue estando vacía. Es algo parecido a un refugio de alta montaña cuando la gente duerme, solo que el bulto que yace sobre la cama no duerme, aunque tampoco esté despierto. Se mueve espasmódicamente sin variar su posición en absoluto. Sueña. No duerme pero está soñando.

En el suelo hay ropa tirada, ropa sucia confundida con ropa limpia. Sobre el escritorio hay montoncitos de libros leídos y montañas de libros por leer, un tocadiscos en marcha cuya aguja rebota una y otra vez en la última raya del vinilo. Es un viejo disco de Elvis Costello. Al lado, más discos apilados unos sobre otros descuidadamente, y en un extremo del escritorio un par de vinilos partidos por la mitad, en un afán, tal vez, de esquivar la nostalgia. El resto del espacio lo ocupan botellas de agua vacías, platos con restos de algo que bastantes días atrás fue comida, bolsas de plástico que pesan ligeramente más que el aire, libretas, bolígrafos, rotuladores, ceniceros, pañuelos de papel, carátulas vacías de vhs, un pequeño televisor con video incorporado sobre el suelo, y junto a ella una maleta a medio llenar o a medio vaciar. Las paredes fueron blancas y ahora combinan distintos tonos de amarillos, con alguna que otra mancha antigua donde se adivina la silueta de una, dos, o hasta cuatro manos apoyadas, tal vez pistas que sugieren noches de sexo en épocas pretéritas. En una de las cuatro paredes se encuentra una ventana permanentemente vestida por una persiana. Una única estantería preside otra de las paredes, y sobre ella, una piel de polvo cubre un corazón envuelto de regalo que alguien una vez rechazó.

Las otras dos paredes tienen dos puertas, una que comunica con el baño y la otra con la cocina, que a su vez tiene otra puerta que lleva directamente a un pequeño recibidor que anticipa la calle.
Sobre la cama, junto al cuerpo desnudo del chico que sueña pero no duerme, hay un teléfono. Hay también varios frascos de distintos tipos de pastillas, una cuerda y una fotografía vieja donde se ve a un niño de ocho o nueve años jugando con dos pastores alemanes, uno de raza y el otro que lo parece pero que uno no puede asegurar que lo sea. El niño de la fotografía sonríe. El niño de la fotografía parece feliz. El niño de la fotografía creció un día y se convirtió en el chico que yace en la cama junto al teléfono, la fotografía vieja y los frascos de distintos tipos de pastillas.

Con el primer ring, el chico que sueña sube al ring, frunce el ceño e intenta visualizar, pero no distingue al oponente. Con el segundo ring, el chico que parecía feliz de niño en las fotografías trata de boxear pero recibe una brutal paliza. Al tercer ring se da por vencido y se tira a la lona. Cuando suena el cuarto ring descuelga el teléfono. Una voz andrógina pronuncia su nombre.
-Hace mucho que te estoy esperando- dice la voz al otro lado del teléfono. El chico que boxea en sueños no contesta. La voz vuelve a decir su nombre. Se hace un silencio. Después de este silencio se hace otro silencio, como si fuera posible distinguir un silencio inmediatamente posterior a otro silencio. – Siempre llegas tarde. Siempre- La voz andrógina cuelga el teléfono y el aparato emite un pitido que inunda todo el espacio, y se confunde con el sonido de la aguja rascando el disco acabado. Ahora, sobre la cama y junto al cuerpo del chico que sueña pero no duerme hay un teléfono descolgado. El mismo escenario con ligera variación de atrezzo.

El chico que siempre llegaba tarde permanece inmóvil, pero de algún modo inexplicable, abandona la casa o abandona su cuerpo, si es que realmente existe aún alguna diferencia entre ambas cosas.
Funde a negro.

Afuera, la oscuridad es absoluta. Está en un camino, y lo sabe camino porque nadie querría detenerse más que un instante en un lugar como éste, donde la ausencia de luz y calor es total. El chico irremediablemente impuntual siente miedo. Sobre su cabeza el viento susurra palabras incomprensibles, bajo sus pies, escucha el crepitar de las libélulas muertas. Las libélulas murieron y él lo sabe. El chico que no llegó a tiempo llora. No hay familiares muertos que lo acompañen en el camino, ni hay ninguna luz al final del túnel. No queda nada más que él y un sendero sin retorno. Quiere volver a la casa, pero ya es tarde: la brújula se perdió para siempre y es incapaz de orientarse.
Entonces el chico escucha golpes en la puerta. Aunque esté lejos puede oírlos. Alguien está aporreando la puerta de su casa y amenaza con tirarla abajo. Los golpes y los ruidos se suceden a su espalda. El chico no es tonto. El chico ya sabe que si da media vuelta y camina en dirección a la amenaza, regresará a la habitación, a la casa, a su cuerpo. Sin embargo, arranca a andar en la dirección opuesta. Los golpes en la puerta se acentúan y ésta no tardará en ceder. El chico que no quiere volver ya no anda, ahora corre. Sabe que lo acabarán encontrando, pero aprovecha sus últimos momentos. Se escucha el crujir de la madera.
El chico corre con todas sus fuerzas en mitad de la negritud. Y mientras corre, hace alquimia con su tristeza, y transforma su pena en dolor, su dolor en rabia, su rabia en odio y su odio en fuego. Y es tan fuerte e intenso que su cuerpo entra en combustión instantánea. Arde en llamas y ahora si, al fin, se ilumina el camino.
Poco después, la puerta cae.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"Vamos a la casa del señor..." , brillante final y bonito (aunque no obstante emocionalmente intenso) viaje a través de la decadencia y el sufrimiento personal del protagonista que en sus horas bajas nos deleita con su estado de ánimo tocado por el dolor y nos recuerdad que todos podríamos ser él pero que aun así somos merecedores de la eternidad . En fin , que creo que es lo mejor que te he leido y desde aquí te mando una amenaza , o continuas por ese camino y sigues escribiendo o yo mismo me encargaré de romperte las piernas de dos en dos , palabra , ahora sigue escribiendo y no olvides que te avisé...

Anónimo dijo...

Me has emocionado